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Proclamación del título de Basílica de Ntra. Sra. de Aránzazu

El obispo de Gualeguaychú, Mons. Héctor Zordán, presidió la misa de proclamación del título de Basílica Menor del templo de la parroquia Ntra. Sra. de Aránzazu de Victoria.


La celebración se llevó a cabo el pasado 8 de septiembre, día patronal y fiesta de la Natividad de la Virgen. Participaron numerosos sacerdotes, fieles y autoridades locales. El título había sido concedido el 2 de mayo de 2020 pero por las restricciones de la pandemia recién ahora pudo concretarse el acto de proclamación solemne.


En su homilía, el obispo destacó que “hace más de doscientos años que ella está aquí, acogiendo, guiando, abriendo el corazón, consolando a los hijos que llegan a sus pies, siendo causa de alegría; mostrando a Jesús, llevando a su encuentro, señalando su camino. Eso hizo de esta casa de la Madre, un lugar especial. Aquí se siente su presencia maternal y su cercanía. Es por eso que el Santo Padre –respondiendo a la inquietud de tanta gente y escuchando nuestro pedido– quiso honrar a este templo con el título de basílica menor”.


Zordán recordó también que “el título concedido es, ciertamente, una distinción, pero al mismo tiempo genera un mayor compromiso: en un servicio pastoral aún más incisivo, en una liturgia aún más cuidada, en un mayor empeño por el anuncio de la Palabra de Dios en la homilía y en la predicación, en un paciente acompañamiento de la piedad popular, en el cultivo de un vínculo y de una fidelidad cada vez mayores al Santo Padre como pastor universal. Este compromiso no es otra cosa que la expresión del cuidado de la Iglesia por sus hijos que se acercan a este lugar buscando la mirada tierna de la Virgen de Aránzazu”.


Sobre el final el obispo invitó a dirigir “de nuevo nuestra mirada de hijos hacia la Madre. Seguramente encontraremos la suya… Pidámosle que nos enseñe a escuchar la voz de Dios que llama y nos anime a responderle con prontitud y generosidad. Supliquémosle que nos contagie su serena alegría y nunca deje de acompañarnos, como lo ha hecho hasta ahora”, concluyó.


Al final de la celebración el obispo bendijo las insignias basilicales y el rector de la iglesia, P. Héctor Trachitte, agradeció a todas las personas que acompañaron e hicieron posible este título. También se leyeron cartas de adhesión de distintos obispos y autoridades provinciales.


La nueva basílica menor fue fundada el 13 de mayo de 1810 y fue erigida parroquia el 1 de marzo de 1853. El templo actual fue bendecido e inaugurado el 8 de septiembre de 1876 y contiene en su interior una rica decoración pictórica que fue realizada en su totalidad por uno de los más destacados pintores argentinos, el profesor Juan Augusto Fusilier, entre los años 1951 a 1955. Con ocasión del bicentenario, en 2010, la pinturas fueron restauradas y el templo puesto en valor.


Galería de fotos:


Salida de la Virgen y caravana durante la mañana:


Lectura del decreto con el que se concede el título de Basílica Menor:


Bendición de insignias basilicales y agradecimiento del rector.


Bendición de placas recordatorias:


Misa completa:




HOMILÍA

Misa patronal y publicación del título de Basílica

Nuestra Señora de Aránzazu – Victoria


8 de septiembre de 2021.


Mi 5,1-4a

Sl 12,6

Rm 8,28-30

Mt 1,18-23


Vinimos todos como peregrinos a visitar a la Madre, en su casa y en su día. Incluso los que tuvieron que caminar sólo unas pocas cuadras se sienten hijos peregrinos en esta casa de la Madre, que hoy se viste de fiesta.

La Virgen María de Aránzazu en Victoria es un signo de que la madre siempre acompaña a sus hijos allí donde ellos estén, allí donde ellos vayan. Ella vino desde allá, Euskadi –el País Vasco–, porque sus hijos venían como inmigrantes a la República Argentina, a la ciudad de Victoria en Entre Ríos. No nos sorprende, porque donde están los hijos, allí está la madre acompañando, protegiendo, cuidando, guiando…


Coincidentemente con la fiesta de este título particular que le damos a la Virgen: Aránzazu –porque se apareció sobre los espinos–, hoy la celebramos y contemplamos en el misterio de su nacimiento. Ella no es una figura mítica, una leyenda; alguien de quién no sabemos de dónde viene y dónde termina. Ella es una persona que nació un día determinado, en un lugar determinado; que tiene su propia historia personal y hasta podemos ubicarla en un momento específico de la historia de la humanidad…

Se dice –en el lenguaje bíblico– que las narraciones de nacimiento son relatos vocacionales; relatos que cuentan el llamado de Dios a una determinada persona para hacerla partícipe de su proyecto salvador; y la primera respuesta positiva y colaborativa de esa persona…

Es verdad que no hay narraciones bíblicas del nacimiento de María –como tampoco de su infancia–, pero la fe sencilla del Pueblo de Dios lo ubicó en este día, nueve meses después de celebrar su inmaculada concepción.

San Pablo, en la carta a los Romanos, nos da algunas pistas para leer con ojos creyentes el acontecimiento del nacimiento de la Virgen: “a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo…; y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó” (Rm 8,29-30).

Hoy podemos contemplarla como conocida desde siempre y querida entrañablemente por el Padre; elegida anticipadamente por Él para ser madre y discípula de su Hijo; llamada y salvada desde el momento de su concepción inmaculada.

La de María es una vida toda para Dios, como respuesta existencial a Dios que llama.


En ella podemos repensar nuestra propia historia vocacional: También nosotros, soñados desde siempre por Dios; conocidos y amados entrañablemente por Él; elegidos…, llamados…, salvados…, glorificados en Jesús, el Señor. Tenemos grabado en nuestro corazón su impronta.

Fuimos llamados a la vida. Y como esa vida es un don de Dios, le pertenece a Él, es sagrada. Se necesita valorarla, cuidarla, defenderla desde el primer instante de la concepción hasta el final, en la muerte natural.

Fuimos llamados a la fe, a ser hijos del Padre y discípulos de Jesús, y se nos ha impreso la imagen de Jesús en lo más profundo de nuestra persona cuando fuimos bautizados; es una imagen que llevamos con alegría y que estamos invitados a cuidar con una vida de discípulos.

Cada uno de nosotros fue llamado a vivir su vida y su fe en tantas situaciones vitales distintas: en casa, siendo esposos, padres y madres de familia, hijos…; en los lugares de trabajo y de estudio, en el ámbito empresarial, en los lugares de la educación, de la cultura y de la política; otros presidiendo la comunidad cristiana en el ministerio sacerdotal; otros consagrados en la vida religiosa o monástica, en la opción virginal o en la consagración secular. Y allí, donde Dios nos ha llamado y sembrado, es donde tenemos que florecer y dar fruto abundante. Allí es donde se juega nuestro compromiso por construir el Reino de Dios.


Recién rezábamos en el salmo responsorial con palabras parecidas a estas:

¡Mi corazón se alegra en el Señor!

¡Se alegra porque me salvaste!

¡Cantaré al Señor porque me ha favorecido! (cfr. Sl 12,6)

Parecieran resonar las palabras del cántico de María –el Magníficat–.

Contemplemos el corazón de María, gozoso porque el Señor la ha mirado, la ha elegido, la ha favorecido…; la ha invitado a ser parte activa de su plan de Salvación. ¡Ella es la madre de la alegría!

¡Cuánto necesitamos en este tiempo que nos contagie su alegría!

Es verdad que vivimos un tiempo marcado por esta tristeza que produce la pandemia y todo lo que trajo de arrastre: incertidumbre, temores, riesgos, muerte, mayor pobreza, inestabilidad económica, mayor desocupación…; tantas cosas que cada uno de nosotros sabe y sufre…

La certeza de tenerla como madre y compañera de camino es fuente de alegría. Saber que ella está donde están sus hijos nos da tranquilidad y nos llena de serena alegría…, incluso en los momentos de mayor dificultad.


¡Cuántas veces habremos venido aquí, a su casa, desanimados, desalentados, angustiados, buscando un nuevo aliento, una palabra distinta, una mirada que nos levante…! Y encontrarla aquí, y cruzar nuestra mirada con la suya, nos levanta el ánimo, nos devuelve la serenidad, renueva nuestra esperanza y podemos pensar de un modo distinto. Cada vez que venimos nos acoge con ternura de madre y nos señala a Jesús, quien siempre ofrece un sentido nuevo para nuestro dolor y abre horizontes nuevos para seguir caminando.


Hace más de doscientos años que ella está aquí, acogiendo, guiando, abriendo el corazón, consolando a los hijos que llegan a sus pies, siendo causa de alegría; mostrando a Jesús, llevando a su encuentro, señalando su camino. Eso hizo de esta casa de la Madre, un lugar especial. Aquí se siente su presencia maternal y su cercanía. Es por eso que el Santo Padre –respondiendo a la inquietud de tanta gente y escuchando nuestro pedido– quiso honrar a este templo con el título de “basílica menor”.

El título concedido es, ciertamente, una distinción, pero al mismo tiempo genera un mayor compromiso: en un servicio pastoral aún más incisivo, en una liturgia aún más cuidada, en un mayor empeño por el anuncio de la Palabra de Dios en la homilía y en la predicación, en un paciente acompañamiento de la piedad popular, en el cultivo de un vínculo y de una fidelidad cada vez mayores al Santo Padre como pastor universal. Este compromiso no es otra cosa que la expresión del cuidado de la Iglesia por sus hijos que se acercan a este lugar buscando la mirada tierna de la Virgen de Aránzazu.


Cuando venimos a este lugar, la ternura de la Madre suele facilitar la conciencia de nuestra infidelidad y de nuestro pecado; nos hace vivir la experiencia del arrepentimiento y despierta el deseo profundo de reconciliarnos, de recibir el perdón y la paz. Muchas veces llegamos hasta aquí también en busca del Corazón misericordioso y perdonador de Dios. Por eso, la Iglesia-Madre, haciendo uso del poder que le concedió el Señor Resucitado, nos ofrecerá aquí la indulgencia y el perdón en jornadas particulares de cada año: el 2 de mayo, aniversario de la concesión del título de basílica; el 13 de mayo, aniversario de la consagración de esta iglesia; el 29 de junio, solemnidad de los apóstoles Pedro y Pablo; el 8 de septiembre, celebración litúrgica de la patrona; el 8 de diciembre, solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen; y un día al año que cada uno puede elegir libremente.


Dirijamos de nuevo nuestra mirada de hijos hacia la Madre. Seguramente encontraremos la suya… Pidámosle que nos enseñe a escuchar la voz de Dios que llama y nos anime a responderle con prontitud y generosidad. Supliquémosle que nos contagie su serena alegría y nunca deje de acompañarnos, como lo ha hecho hasta ahora.



+ Héctor Luis Zordán m.ss.cc.


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