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Misa Crismal 2025

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El Miércoles Santo en la Catedral San José de la ciudad de Gualeguaychú se celebró la Misa Crismal, presidida por Monseñor Héctor Zordán.



De la celebración participaron los sacerdotes de la diócesis, que se habían congregado previamente en la Sede del Obispado de Gualeguaychú, con motivo del Jubileo de los Sacerdotes.



A las 20 horas, comenzó la celebración de la Eucaristía, presidida por Monseñor Héctor Zordán, junto a sacerdotes, diáconos, seminaristas, y fieles provenientes de los distintos puntos del sur de la provincia de Entre Ríos.



 


Recomendamos la lectura de la Homilía de Monseñor Zordán, en la que se dirigió a toda la Diócesis de Gualeguaychú:



MISA CRISMAL 2025


Iglesia catedral San José de Gualeguaychú

16 de abril del Año Santo 2025


Isaías 61,1-3a.6a.8b-9

Sal 88, 21-22.25.27

Apocalipsis 1,4b-8

Lucas 4,16-21


Nos damos la bienvenida unos a otros en esta celebración crismal que reúne, como cada año, a los fieles provenientes de todas las comunidades de la Diócesis junto con sus presbíteros y diáconos, con los consagrados y consagradas, en torno al obispo. Nos encontramos en esta asamblea litúrgica –la misa crismal– que es la expresión máxima y más palpable de la sinodalidad en nuestra Iglesia local del sur entrerriano (cfr. DFS 116).

La celebración de hoy dirige nuestra mirada contemplativa a Jesús, ungido por el Padre con el Espíritu Santo y constituido Mesías y Señor; y, simultáneamente nos hace mirarnos como bautizados, que de distintas maneras y en modos diversos somos partícipes de aquella consagración del Señor (cfr. OC).

Vayamos al acontecimiento que nos relata el Evangelio: Jesús está en Nazaret, el pueblo donde era bien conocido porque allí se había criado. De Él se decía: este es el carpintero, el hijo de María, sus hermanos viven entre nosotros… (Cfr. Mc 6,3). Ya había vivido aquella experiencia inigualable en la que, después de ser bautizado por Juan y mientras oraba a orillas del río, el Espíritu Santo descendió en forma corporal de paloma y lo cubrió totalmente (cfr. Lc 3,22). Aquel sábado fue como de costumbre a la sinagoga para compartir, con sus hermanos del pueblo, la oración sinagogal.

En ese contexto fue invitado para hacer la lectura de los profetas, explicar su significado e indicar su aplicación. No debe haber sido casual encontrar justo ese pasaje del profeta Isaías; seguramente lo buscó a propósito y lo encontró: Era un cántico en que el profeta se reconoce llamado por Dios, ungido por el Espíritu y enviado a llevar buenas noticias, a vendar corazones heridos, a proclamar liberación a prisioneros y cautivos, a consolar a los tristes cambiando ceniza por corona, luto por alegría, abatimiento por esperanza; a anunciar un tiempo nuevo de gracia (cfr. Is 61,1-3). Es lo que escuchamos recién en la primera lectura. Y Jesús la remata diciendo: “esto que acaban de oír se está cumpliendo hoy” (Lc 4,21).

Las palabras de Isaías hacen referencia directa a un jubileo –“el año de gracia del Señor”– tal como era vivido por el antiguo Pueblo de Dios; y el profeta sería protagonista en ese acontecimiento que ofrecía devolver la alegría a los desahuciados, la esperanza a los abatidos y restaurar los corazones destrozados. Ahora estamos viviendo nosotros el año jubilar; algo que celebramos cada 25 años en la Iglesia y que hunde sus raíces en la tradición bíblica y en la historia de aquel pueblo. También nosotros tenemos la posibilidad de poner humildemente nuestra vida ante el Señor con la inigualable oportunidad de recomenzar, restaurando nuestras relaciones heridas o desgastadas con Dios, con los hermanos, con la naturaleza, a partir del reconocimiento de nuestro pecado, el fuerte deseo de ser reconciliados, el compromiso de conversión y el pedido sincero de perdón, que se expresa principalmente en la peregrinación, la visita a los lugares jubilares, las obras de caridad y misericordia y la reconciliación sacramental.

Pero en el relato evangélico Jesús mismo se presenta como el jubileo que nos regala el Padre: “hoy, aquí, en mí –pareciera decir Jesús– se está cumpliendo lo que acaban de oír” (cfr. Lc 4,21). Él, su – Celebración crismal 2025 · 2 – persona, su misterio, trae con su presencia la gracia jubilar: “Cristo vivo es la fuente de la verdadera libertad, el fundamento de la esperanza que no defrauda, la revelación del verdadero rostro de Dios y del destino último del hombre” (DFS 14). Caminar hacia Él, peregrinar a su encuentro, encontrarnos con Él es tener la oportunidad de abrir nuestra vida a la gracia perdonadora, reconciliadora, misericordiosa del corazón de Dios, que venda, consuela, restaura, devuelve la alegría y restituye la esperanza.

Una vez más se nos anuncia a Jesús como buena noticia. No podemos cansarnos de escucharla. Es más, necesitamos escucharla una y otra vez para renovar nuestro encuentro personal con Él –o por lo menos nuestro deseo de ser encontrados– y nuestra decisión de seguirlo haciéndonos sus discípulos (cfr. EG 3). Cada vez que nos dejamos encontrar por el Señor se abren horizontes nuevos en nuestra vida y hallamos un nuevo y más profundo sentido para vivir en plenitud (Cfr. DCE 1).

Pero eso no es todo: si de verdad Jesús se ha hecho parte de nuestra existencia y centro de nuestra vida, no podemos dejar de compartirlo como buena noticia. Debería arder nuestro corazón y palpitar ansioso en el deseo de llevarlo a otros para que todos lo conozcan y se enamoren de Él. El bautizado que se ha encontrado con el Señor es un enamorado apasionado por Él y por la misión.

¿Qué nos ha pasado que hemos perdido el ardor misionero, el fervor evangelizador? ¿Por qué el encuentro personal con el Señor no despierta nuestro deseo de que otros lo conozcan y hallen en Él la fuerza, la luz y el consuelo de su amistad? ¿Por qué no podemos despegar de una acción pastoral que se dedica más bien a sostener a duras penas lo poco que nos queda en lugar de salir el encuentro de los que no están porque nunca estuvieron o porque en algún momento se fueron? ¿Por qué no somos capaces de hacer de nuestras comunidades una casa acogedora, un hogar, donde todos se sientan a gusto y les dé ganas de quedarse? (cfr. EG 49). Ante tanta gente traspasada por el dolor y herida por la frustración, deseosa de sentido y hambrienta de Dios o de lo absoluto, nosotros solemos dedicarnos a otras cosas… ¡Cuánto nos cuesta superar la mediocridad o la pequeñez!: la preocupación por los vestidos y los moños, la pelea por quién le toca armar el floreo o quién pone mejor el mantel, el juicio escandalizado porque algunos se acercan a comulgar o salen de padrino y no estarían en condiciones, y tantas otras cosas que impiden o retardan la dedicación a lo que verdaderamente importa, lo que es la vocación propia de la Iglesia y de todo cristiano, su identidad más profunda y su alegría más plena: anunciar el Evangelio y poner a las personas en contacto con el Señor (cfr. EN 14).

Es necesario que todos –todo el pueblo de Dios, ministros ordenados, personas consagradas, fieles laicos– sigamos profundizando la conciencia de nuestra vocación de discípulos misioneros. A nosotros, en razón de nuestro bautismo, que es el fundamento de nuestra vida cristiana, se nos ha confiado esta buena noticia para ser vivida en plenitud y llevada para ser compartida. El bautismo es “llamada a la santidad y envío en misión para invitar a todos los pueblos a acoger el don de la salvación (cf. Mt 28,18-19). Es del Bautismo… de donde nace la Iglesia sinodal misionera” (DFS 15).

En la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, el Papa Francisco nos pedía “una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual” (nro. 27). ¿Habremos hecho en nuestras comunidades ese redimensionamiento pastoral al servicio de la misión? ¿Hicimos lo suficiente para que la pastoral ordinaria sea más expansiva y abierta, que nos ponga en constante actitud de salida y favorezca la llegada a todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad (cfr. EG 27)? ¿O es algo que todavía nos debemos y cuesta arrancar?

“Iglesia sinodal. Comunión, participación, misión”; bajo este lema tan significativo estamos transitando ahora la tercera fase del proceso sinodal que llevó años… Comenzó con una amplia consulta al Pueblo de Dios en todo el mundo, siguió con una fase de discernimiento de los obispos acompañados por otros miembros de la Iglesia en las dos sesiones de la asamblea sinodal, y estamos abocados ahora, en la fase de implementación, a conocer y aplicar las sugerencias e indicaciones recogidas en el documento final. Debemos hacerlo con “una disposición espiritual que impregne la vida cotidiana de los bautizados y todos los aspectos de la misión de la Iglesia”; es una actitud que pedimos como don del Espíritu, pero que requiere el compromiso de “la escucha de la Palabra de Dios, la contemplación, el silencio y la conversión del corazón” (DFS 43).

Hablamos de sínodo y sinodalidad. Quizás sea bueno recordar algunos detalles: La palabra sínodo, que significa literalmente caminar juntos, hacer el mismo camino, expresa lo que la Iglesia entiende de sí misma. Juntos ministros ordenados, personas consagradas, fieles laicos, en comunión y participación para la misión en la Iglesia.

Somos todos peregrinos; partimos todos de la misma fuente bautismal que nos dio la gran dignidad de hijos y ser parte de una comunidad de consagrados, el Pueblo de Dios; vamos caminando juntos con Cristo hacia el Reino definitivo del Padre, en unión con toda la humanidad y orientados hacia la misión (cfr. DFS 28). Por eso, mientras vamos de camino se nos convoca a ser parte del caminar de la Iglesia en comunión y participación para la misión. Decimos que somos parte de la Iglesia sinodal, y decimos también que “la sinodalidad es una dimensión constitutiva de la Iglesia” (cfr. CTI 1). De hecho, “Iglesia y sínodo son sinónimos”, como expresó bellamente San Juan Crisóstomo en el siglo IV.

Gracias al camino realizado en estos años estamos comprendiendo mejor y viviendo más lo que significa la sinodalidad como expresión “de una Iglesia más cercana a las personas y más relacional, que sea hogar y familia de Dios” (DFS 28); y con el Papa Francisco manifestamos la certeza de que la sinodalidad es el camino que Dios espera para la Iglesia de este tercer milenio (cfr. Francisco, discurso del 17.oct.2015).

Con todo, “la sinodalidad no es un fin en sí misma, sino que apunta a la misión que Cristo ha confiado a la Iglesia en el Espíritu”, porque “evangelizar es la misión esencial de la Iglesia… Sinodalidad y misión están íntimamente ligadas: la misión ilumina la sinodalidad y la sinodalidad impulsa a la misión” (DFS 32).

Decía: hemos comenzado la fase de implementación, que nos llevará hasta el año 2027. Es tiempo de valorar y celebrar lo que ya hemos logrado y tenemos: estructuras parroquiales y diocesanas suficientemente sólidas y dinámicas, consejos pastorales y económicos constituidos y funcionando en mayor o menor medida, encuentros parroquiales y diocesanos que reúnen a una gran parte del Pueblo de Dios de nuestra Diócesis, criterios, modos de proceder, conductas y actitudes sinodales... Pero también es tiempo de dejarnos iluminar y en un clima de ascesis, humildad, paciencia y disponibilidad (cfr. DFS 43) darnos cuenta de cuánto nos falta y cómo nuestras actitudes, nuestras conductas, nuestras estructuras y todo lo que hace a la vida de la Iglesia debe seguir pasando por el camino de la conversión para continuar creciendo en sinodalidad.

Todos debemos sentirnos convocados a transitar esta fase de implementación del Sínodo; nadie puede considerarse excluido porque todos somos parte de este Pueblo de Dios. Yo los invito y los animo a sumarse, cada uno desde el lugar que ocupe y según la responsabilidad que tenga; pero todos igualmente comprometidos en esta conversión sinodal en nuestra Iglesia diocesana.

Seamos valientes y corajudos, no le escapemos al riesgo; no tengamos miedo de pagar el precio por las decisiones que se tomen para ser más audaces en la misión; respetemos a aquellos que les cuesta más entender y acompañemos los procesos de los que son más lentos. Tengamos la esperanza de ver a la Iglesia que, como una madre tierna, recibe y acoge a tantos hijos. Y la esperanza no defrauda (cfr. Rm 5,1).


Miremos, por último, a María, Madre de Cristo, de la Iglesia y de la humanidad, y contemplemos en ella los rasgos de una Iglesia sinodal, misionera y misericordiosa. Enséñanos, María, “el arte de la escucha, la atención a la voluntad de Dios, la obediencia a su Palabra, la capacidad de captar las necesidades de los pobres, la valentía de ponerte en camino, el amor que ayuda, el canto de alabanza y la exultación en el Espíritu” (DFS 29). Amén.

+ Héctor Luis Zordán m.ss.cc.

Obispo


Referencias: DFS - Documento Final XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (2024).

OC - Oración colecta de la Misa Crismal.

EG - Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. Francisco (2013).

DCE - Carta Encíclica Deus Caritas est. Benedicto XVI (2005).

EN - Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi. Pablo VI (1975).

CTI - La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia. Comisión Teológica Internacional (2018).


 

Galería de imágenes: fotos de Walter Magallán.




 
 
 

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