El obispo de Gualeguaychú, Mons. Héctor Zordán, presidió las celebraciones de Corpus Christi el sábado 18 en Gualeguaychú y el domingo 19 de junio en Concepción del Uruguay.
La tradicional solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo reunió a numerosos files que, luego de dos años, pudieron adorar a Jesús Eucaristía de manera presencial y recorrer las calles de la ciudad.
Compartimos a continuación la homilía del obispo Zordán en estas celebraciones donde relacionó de manera particular la importancia de la eucaristía en el camino sinodal que recorre la Iglesia universal.
Después de haber disfrutado de las fiestas pascuales, nos reunimos hoy como pueblo de Dios para celebrar y contemplar al Señor Jesús hecho pan de vida y bebida de salvación en la Eucaristía.
El jueves santo, en el corazón de la celebración pascual, contemplábamos a la Eucaristía en su estrecha vinculación con la entrega sacrificial, la muerte redentora y la resurrección gloriosa del Señor. Hoy volvemos a celebrar el misterio eucarístico para contemplar otras dimensiones suyas y su implicancia para nuestra vida de discípulos, hombres y mujeres que viven su fe en la Iglesia.
Nos ayuda en esta contemplación la Palabra de Dios proclamada: es claramente una figura anticipada de la Eucaristía el pan y del vino presentados por el sacerdote de Dios altísimo Melquisidec, tal como nos lo relata la primera lectura. San Pablo, en la segunda lectura, ante un problema concreto de la primitiva comunidad que celebraba la Eucaristía, se remite a los orígenes de la Cena del Señor para encontrar su significado más profundo y corregir las dificultades de ese momento. Y en el evangelio se nos relata la multiplicación de los panes, cuando, después del regreso de los doce apóstoles de su misión, la gente seguía agolpada alrededor de Jesús para escucharlo y ser testigos de sus gestos milagrosos. Fíjense que las acciones que Jesús realizó en ese atardecer son claramente eucarísticos, los que después repetirá en la Última Cena: tomó los panes y los peces, levantó los ojos al cielo, los bendijo, los partió y los repartió…
También las oraciones que pronunciamos en esta celebración nos ayudan a profundizar en este misterio. Diremos, en un ratito, en el prefacio de la plegaria eucarística: “Con este venerable sacramentoalimentas y santificas a tus fieles, para que todos los que habitamos en el mundo seamos iluminados por una misma fe y congregados en una misma caridad” (prefacio de la Santísima Eucaristía II).
Proclamamos nuestra certeza de que, con el sacramento eucarístico nos alimenta y santifica, no desparramados y cada uno por su lado y haciendo la suya, sino congregados y constituidos como pueblo de Dios, como Iglesia. También decimos que, alimentados por la Eucaristía somos impulsados a vivir la fe –la que surge del haber descubierto a Jesús como salvador y redentor, y habernos decidido a seguirlo–, y a anunciar y compartir esa fe con los hermanos en el compromiso misionero. Y más todavía, expresamos nuestra convicción de que la Eucaristía que nos alimenta y santifica, en su dimensión social, nos compromete para hacer de este mundo en que vivimos una comunidad más justa y más fraterna por la vivencia de la caridad.
Estamos en tiempos de sínodo; es un momento en que la Iglesia quiere mirarse a sí misma para reconocerse más plenamente como Jesús la soñó; es una oportunidad para que nosotros, los miembros del Pueblo de Dios, en un camino de conversión, podamos llegar a una más profunda conciencia de nuestro “ser parte de la Iglesia”, de nuestro “ser Iglesia”. Estamos invitados a profundizar nuestra conciencia eclesial en la comunión y la participación para fortalecer nuestro ardor misionero. De hecho, el camino sinodal tiene como lema: “Por una Iglesia sinodal. Comunión, participación, misión”.
La Iglesia vive de la Eucaristía y la Eucaristía hace a la Iglesia: Este es el núcleo del misterio de la Iglesia, nos enseñaba el papa Juan Pablo II (cfr. EE 1). El ser, la vida y la misión de la Iglesia, toda acción eclesial procede de la Eucaristía como de su fuente; pero al mismo tiempo, toda la acción de la Iglesia: la vida fraterna, la tarea misionera y catequística, la acción sacramental, el servicio a nuestro mundo tienden o se orientan a la Eucaristía como su culmen, su punto final y más importante, su coronación.
Por eso es muy riesgoso cuando la Eucaristía, ya sea celebrada en la misa, compartida y comida en la comunión o adorada en el santísimo Sacramento, sólo expresa una mirada individualista e intimista de nuestra religiosidad y, como no puede ser de otro modo, cultiva esa misma mirada encerrada en sí mismo. Esa no es la Eucaristía tal como la quiso Jesús. Eso es transformar la Eucaristía en una devoción más y no vivir la fe cristiana con una clara espiritualidad eucarística.
La Eucaristía es comunión y hace a la “Iglesia comunión” –comunidad de personas–. La profunda comunión con Cristo, fruto de la Eucaristía, es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Jesús sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él y, por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos para formar un solo y único cuerpo (cfr. DCE nro. 14).
Ahora bien, la Eucaristía no solo es expresión de comunión interna en la vida de la Iglesia; es también proyecto de salida solidaria hacia los hombres y mujeres que comparten con nosotros nuestro mundo, porque en la celebración eucarística la Iglesia renueva continuamente su conciencia de ser “signo e instrumento” de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (LG). El cristiano que participa en la Eucaristía aprende de ella a ser promotor de comunión, de fraternidad, de paz y de solidaridad en todas las circunstancias de la vida. La Eucaristía es una gran escuela donde nos formamos para actuar como cristianos en los ambientes del mundo: la vida familiar, social, cultural y política, siendo artesanos de diálogo y comunión. Participar en la Eucaristía (celebrarla, comulgarla, adorarla) nos impulsa a un compromiso activo en la edificación de una sociedad más justa y más fraterna.
La Eucaristía es “participación” y hace a la “Iglesia participativa”. Es que cada vez que celebramos la Eucaristía y comulgamos el mismo Cuerpo sacramentado del Señor, “participamos” –nos experimentamos parte, formamos parte– del único Cuerpo de Cristo –la Iglesia-Pueblo de Dios– del que todos somos miembros vivos y activos, en el que todos debemos participar y sentirnos corresponsables, el que a todos nos llama a comprometernos en su construcción y en su servicio al mundo.
La Eucaristía es “misión” y hace a la “Iglesia misionera”, ya que la Eucaristía es la prolongación sacramental de la misión del Hijo de Dios, que viene al mundo para redimirlo y transformarlo. Y los que participamos de la Eucaristía somos invitados a ser, como Iglesia, testigos ante el mundo de la misión de Jesús. En este sentido, la celebración eucarística no es un punto de llegada sino un punto de partida que nos empuja a ir, a salir. El saludo de despedida en la celebración eucarística: “pueden ir en paz”, más que un “vayan tranquilos, todo se terminó”, es un “¡vayan! Ustedes son enviados”, como un imperativo que replica las palabras del Señor: “Vaya y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos” (Mt 28,19). la conclusión de cada Misa se relaciona claramente con el envío a la misión, que nos compromete a todos los bautizados, cada uno según su propia vocación dentro del Pueblo de Dios: los obispos, los sacerdotes, los diáconos, los miembros de la vida consagrada y de los movimientos eclesiales, los laicos.
Estamos convocados para transitar este camino sinodal, que debe ser, al mismo tiempo, camino eucarístico. Porque tenemos la convicción de que en la Eucaristía celebramos lo que somos y nos convertimos en lo que celebramos (cfr. San León Magno), le pedimos insistente y confiadamente al Señor que la participación frecuente en el misterio eucarístico –la Eucaristía celebrada, comulgada y adorada– nos transforme en Iglesia sinodal, fraterna, participativa y misionera.
Comments